En un mundo globalizado como el actual, cada vez es más común que fenómenos que se presentan a miles de kilómetros de distancia se repliquen en otros territorios. Y esto no solo se refiere a las enfermedades, como la covid-19, sino a patrones de consumo. Vale la pena recordar lo que pasó con el papel higiénico.
Por este motivo, están prendidas las alarmas para que en el país no se dé un problema de escasez de leche maternizada como el que está viviendo Estados Unidos desde febrero pasado, cuando Abbott cerró su mayor planta de producción en Sturgis, Michigan por una investigación sobre la presencia de una bacteria en unas de sus fórmulas, que luego fueron retiradas del mercado.
Ese cierre tuvo un efecto dominó en un país, en donde hay pocas importaciones de ese producto. Se estima que traen del exterior no más del 2 por ciento del total consumido, en un segmento que mueve al año 2.100 millones de dólares –según informó la BBC–. Esos factores, más las dificultades logísticas por la pandemia, tienen a los estadounidenses enfrentando una grave escasez de leches de fórmula, que en algunos estados como California y Arizona supera el 90 por ciento.
En el caso de Colombia, cifras de Euromonitor indican que el mercado de leches para bebé ha venido decreciendo junto con la tasa de fecundidad, que pasó de 1,9 hijos por mujer en 2018 a 1,8 hoy. La firma estima que en 2016 se vendían 432.000 millones de pesos del producto y el año pasado fueron 352.400 millones. Las marcas más comercializadas son, en su orden, Enfamil, fabricada por el británico Reckitt Benckiser Group; Nan, de Nestlé, y Similac, de Abbott.
No obstante, lo que sí se está viendo es un incremento en sus precios. Se consiguen desde 45.000 pesos en la presentación de 400 gramos, y cuanto más especializada es más costosa. Por ejemplo, la usada para bebés intolerantes a la lactosa o con alergias puede valer más de 100.000 pesos por los mismos 400 gramos.
La carestía de la leche de fórmula la sienten mamás como Cristina con la alimentación de su bebé de seis meses. Cuando nació, el tarro de 800 gramos le valía 70.000 pesos y hoy paga 100.000. Compra entre dos y tres tarros al mes, es decir, unos 300.000 pesos mensuales. Dice que tiene amigos con bebés con necesidades especiales, cuya alimentación llega a los 2 millones de pesos mensuales, y han tenido que recurrir a la tutela para garantizar el suministro.
Esto, sin contar los miles de padres a los que no les alcanza ni para la fórmula más barata y alimentan a sus bebés con teteros de avena, agua de panela o colada de plátano, lo que a su vez puede tener consecuencias negativas en la nutrición. Ello revela que el costo del producto aumenta la desigualdad.
En Estados Unidos, donde la escasez no parece tener una solución de corto plazo (Abbott volvió a cerrar su planta de Míchigan, ahora por inundaciones), ocurre lo mismo y las más afectadas son las familias negras de menores recursos.
A esta situación se suman las alarmas por otro producto esencial que empieza a registrar escasez en el país del Tío Sam: los tampones. No solo subieron de precio de la mano de la mayor inflación que experimenta esa nación en 40 años, sino también por los problemas de abastecimiento de insumos claves ante las dificultades globales de los contenedores. En el caso de Colombia, la ventaja es su fuerte industria local de productos de higiene femenina, lo que evitaría el déficit.
Fuente: Semana